Ojala no entre nunca en la sublime cabeza de Dios la idea de venir algún día a estos lugares para certificar que las personas que por aquí mal viven, (y peor mueren), cumplen de modo satisfactorio el castigo que él mismo impuso, en el comienzo del mundo, a nuestro primer padre y nuestra primera madre, cuando, por la simple y honesta curiosidad de conocer la razón por la que habían sido hechos, fueron sentenciados, ella, a parir con esfuerzo y dolor, él a ganar el pan de la familia con el sudor de su rostro, siendo su destino final la misma tierra de donde, por capricho divino, habían sido sacados, polvo que fue polvo, y polvo tornará a ser. De los dos criminales, digámoslo ya, quien tuvo que soportar la carga peor fue ella y las que después de ella vinieron, pues teniendo que sufrir y sudar tanto para parir, conforme determinó la siempre misericordiosa voluntad de Dios, tuvieron también que sudar y sufrir trabajando al lado de sus hombres, tuvieron también que esforzarse lo mismo o más que ellos, que la vida, durante muchos milenios, no estaba para que la señora se quedara en casa, de brazos cruzados, cual reina de la abeja, sin otra obligación que desovar de vez en cuando, no se vaya a quedar el mundo desierto y luego Dios no tenga en quien mandar.
Pero si el dicho Dios, haciendo caso omiso de recomendaciones y consejos, persistiese en el propósito de venir hasta aquí, sin duda acabaría reconociendo que, finalmente, de poco vale ser un Dios, cuando, a pesar de los famosos atributos de omnisciencia y omnipotencia mil veces exaltados en todas las lenguas y dialectos, fueron cometidos, en el proyecto de la creación de la humanidad, tantos y tan groseros errores de previsión, como aquél, a todas luces imperdonable, de dotar a las personas de glándulas sudoríparas, para después negarles el trabajo que les haría funcionar ( a las glándulas y a las personas, claro está). Ante esto, cabe preguntar si no habría merecido más premio que castigo purísima inocencia que empujó a nuestra primera madre y a nuestro primero padre a probar del fruto del árbol del conocimiento del bien y el mal. La verdad, digan lo que digan las autoridades, tanto las teológicas como las otras, civiles y militares, es que, hablando claramente y con la cara frente al sol, no llegaron a comerlo, apenas lo mordieron, por eso nosotros estamos como estamos, sabiendo tanto del mal, y del bien tan poco.
Avergonzarse y arrepentirse de los errores cometidos es gesto que se espera de cualquier persona bien nacida y de sólida formación moral, y Dios, que indiscutiblemente nació de sí mismo, está claro que nació de lo mejor que había en su tiempo. Por estas razones, las de origen y las adquiridas, después de haber visto y comprendido lo que pasa por aquí, no tuvo más remedio que clamar mea culpa, mea máxima culpa, y reconocer las exorbitantes dimensiones de su error. Es cierto que, y para que esto no se considere un continuo mal hablar del creador, existe (subsiste) el hecho (incontestable) que, cuando Dios decidió expulsar del paraíso terrenal, por desobediencia, a nuestra primera madre y nuestro primer padre, ellos a pesar de su falta imprudente, iban a tener toda la tierra a su disposición, para que en ella sudaran y trabajaran según quisieran. Sin embargo, y por desgracia lastimosamente, otro error en las previsiones divinas no tardó en manifestarse, y ése mucho más grave que todo lo que hasta ahí venía sucediendo.
Fue el caso que estando ya la tierra poblada de hijos, hijos de hijos e hijos de nietos de nuestra primera madre y de nuestro primer padre, unos cuantos de ésos, olvidados de que, por ser la muerte de todos, la vida también debería serlo, se pusieron a trazar líneas en el suelo, a clavar unas estacas, a levantar unos muros de piedra, después de anunciar que, a partir de ese momento, estaba prohibida (palabra nueva) la entrada en los terrenos que así quedaron delimitados, bajo pena de un castigo, que según los tiempos y costumbres, podría ser de muerte o de prisión, o de multa, o nuevamente de muerte. Sin que hasta hoy se haya sabido porqué, y gente hay que afirma que estas responsabilidades no pueden ser cargadas a las espaldas de Dios, aquellos nuestros antiguos parientes que por allí andaban, habiendo presenciado la expoliación y escuchado el insólito aviso, no sólo no protestaron contra el abuso de transformar en particular lo que hasta entonces había sido de todos, sino que creyeron que era ése el irrefragable orden natural de las cosas el que por entonces se comenzaba a hablar. Decían ellos que si el cordero vino al mundo para ser comido por el lobo, (según se podía concluir de la simple verificación de los hechos de la vida pastoril), es porque la naturaleza quiere que haya siervos y haya señores, que éstos manden y aquellos obedezcan, y que todo lo que no sea así, será llamado subversión.
Puesto ante todo estos hombres reunidos, ante todas estas mujeres, ante todos estos niños (sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra, así les fue mandado), cuyo sudor no nacía del trabajo que no tenían, sino de la agonía insoportable de no tenerlo, Dios se arrepintió de los males que había hecho y permitido, hasta el punto de que, en un arrebato de contrición, quiso mudar su nombre por otro más humano. Hablando a la multitud, anunció: “A partir de hoy no me llamaréis justicia”. Y la multitud le respondió “Justicia ya tenemos y no nos atiende”. Dijo Dios: “Siendo así, tomaré el nombre de derecho”. Y la multitud volvió a responderle: “Derecho ya tenemos, y no nos conoce”. Y Dios respondió “En ese caso me quedaré con el nombre de Caridad, que es un nombre bonito”. Dijo la multitud: “No necesitamos caridad, lo que queremos es una justicia que se cumpla y un derecho que se respete”. Entonces Dios comprendió que nunca tuvo, verdaderamente, en el mundo que creía ser suyo, el lugar de majestad que había imaginado, que todo fue, finalmente, una ilusión, que también él había sido víctima de engaños, como aquellos de los que se estaban quejando las mujeres, los hombres y los niños y , humillado, se retiró a la eternidad. La penúltima imagen que vio fue la de los fusiles apuntados a la multitud, el penúltimo sonido estaba lleno de gritos y lágrimas.
Las estatuas de cristo de cualquier lugar, deberían desaparecer, se lo debió haber llevado Dios cuando se retiró a la eternidad, porque de nada ha servido colocarlo como imagen. Ahora, en su lugar, se debe instalar cuatro enormes paneles o panfletos vueltos hacía las cuatro direcciones de Colombia y del mundo, y todos, en grandes letras, diciendo lo mismo: UN DERECHO QUE RESPETE, UNA JUSTICIA QUE CUMPLA.
Maria Fernanda Guerrero Sará.
martes, 20 de abril de 2010
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