viernes, 20 de agosto de 2010

Dios no tiene los pies en la tierra

Dios no hizo sólo un Adán y una Eva. Cualquier persona entiende que no tendría el mínimo sentido haber creado imperialmente un universo y contenerse después con poblar un insignificante planeta calentado por un insignificante sol de una insignificante galaxia. Dios tenía mucho y más grandes proyectos de futuro. Hay que reconocer que la idea inicial era atractiva: poner en funcionamiento un universo animado por el movimiento continuo en el que vivirían los animales simpáticos, bípedos, de agradable presencia en su conjunto, respetuosos tanto de lo propio como de lo ajeno y trabajando en buena armonía para la felicidad común.

Todos los planetas recibieron su Eva y su Adán, su primer padre y su primera madre, en todos, de acuerdo con el plan de la creación, hubo pecado original, y en pocos siglos hallamos constituida la humanidad que Dios había querido. Desgraciadamente no como el la quiso. Tras algún tiempo el mal comportamiento de la especie había alcanzado tales extremos que el creador consideró que lo más prudente sería reunirla en un único planeta antes de que la infección generara raíces y acabase por dañar todo el universo. Como las cosas no mejoraron, a Dios todavía se le ocurrió un día echarnos encima un diluvio, al que impropiamente llamamos universal, pero, dado que la mala hierba nunca muere, la especie humana no sólo prosperó en las diversas artes y oficios de siempre.

Actualmente, Dios se limita a mantenernos bajo estrecha vigilancia (hay quien dice que los platillos voladores los envía él) y está, según fortísimos indicios, decidido a impedirnos que pongamos los pies fuera del planeta, (ya que ni siquiera tenemos los pies sobre la tierra). Todavía consintió que fuésemos de paseo hasta la luna, en la observancia de los mayoritarios comportamientos humanos “lunáticos”, pero fue porque creyó ingenuamente que si éramos capaces de llegar allí, también seríamos capaces de acabar de una vez por todas con el hambre y la miseria en el mundo, esperanza que, siendo la situación la que es ahora, sólo puede tenerla un Dios realmente muy desanimado…

Quizá no sea inútil recordar al lector que este Dios, para mí, no es más que un interesante personaje de ficción, y como tal lo convocaré con frecuencia para que se instale en las prosas. Pero debo confesar que algunas veces, a lo largo de mi vida, he sentido la falta de su presencia real y de su intervención efectiva. No en aquella versión compasiva, amorosa, perdona-pecados que Jesucristo inauguro y que el más hipócrita de los sentimentalismos de sacristía prolonga hasta hoy, sino en la figura de la indignación y de la rebelión, ya que nosotros la hemos perdido, si es que alguna vez la tuvimos en la medida justa y necesaria, incapaces de indignarnos y rebelarnos, siempre tendríamos un Dios que nos obligara a encarar de frente y a responder por nuestras ofensas, no a él, sino a la idea de humanidad de que, con mejores o peores resultados, se alimentan las filosofías y las religiones.

Maria Fernanda Sagbini Sará.

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